domingo, 30 de septiembre de 2012

Hoy todo arde.


Quizá sean tus ganas de salir adelante. Quizá sea mi salvación guardar tu olor en el cajón. Puede que sea la necesidad de escribir lo que me haga acercarme a ti. Aunque estés a una eternidad. Quizá sean todos los besos en la cabeza, o aquel viaje a Senegal soñado. Puede que el destino quisiera esto para nosotros. Muchas cosas se me escapan. No entiendo lo que pasa a mi alrededor. Sigo sin entender por qué hay que alejar a las personas que más te quieren. Por qué tenemos esa tendencia a martirizarnos. Por qué no somos capaces de olvidar, de cerrar heridas. Quizá sea verdad que con el tiempo consigan cicatrizarse. Y si eso sucede, seremos héroes de una guerra perdida. Con marcas que no se borrarán nunca y que, a lo mejor, algún día nos veamos con fuerza para mostrárselas al mundo.

Será el relato de una historia imposible, de una cuerda que se tensó demasiado, de risas a medias, de billares en esquinas, de idas y venidas. Una chica con el pelo largo, los ojos color caramelo, con sonrisa adictiva, con más gestos que palabras, con la respuesta siempre preparada. Un chico con media vida detrás, de madurez reciente, de ojos verde camuflaje, de promesas por cumplir, de felicidad incontrolada. Dos historias que, pese al tiempo, han vuelto a encontrarse. Esta vez, con la cara al descubierto, con el alma lavada. Ya son dos adultos, frente a frente, con sus miedos y sus inseguridades sobre la mesa.

Pero, como tantas cosas incomprensibles, esa historia no puede seguir adelante. Y llega la pausa. No sé con certeza si se trata de un punto y seguido o del odiado final. Cada uno escogió su camino, lejos del otro. Como si de una foto se tratase, tú elegiste el lado izquierdo y yo el derecho. Lo único que sé es que todo arde, en tu vida y en la mía. E intentamos mantener la calma, porque nos lo prometimos. Porque ya no queda tiempo para los dos. Únicamente tenemos tiempo de salvarnos y, con suerte, algún día podremos volvernos a encontrar. Sin hacernos daño, sin dejar al corazón a medio latir. Confío en que el fuego se apague para entonces.


Hoy sé que todo arde, 
el camino de los dos 
se nos llenó de piedras.


domingo, 23 de septiembre de 2012

No voy a volver...


El mismo escenario. Una estación de tren. Otra despedida. Pero esta vez la definitiva. El tren parado con los pasajeros ya acomodados. Solo faltas tú por subir. El macuto en el suelo, miradas que se aguantan por última vez. Lágrimas tímidas consiguen salir a la luz. Cinco minutos para el fin. Dos abrazos más y el ya clásico beso en la frente. Media vuelta, sin verte marchar. Así acaba nuestra historia. Así termina otro de nuestros miles de bucles. Pero ambos sabemos que ya no vendrán más. Reconozcámoslo, somos autodestructivos.

Siempre hay unas pocas personas en la vida en las que confías plenamente, con los ojos cerrados. Simplemente porque sabes que te quieren, más de lo que imaginas. Y te apoyas en ellas, más de lo que deberías. Pero, a veces, esas personas no pueden estar ahí todo el tiempo que deseas. Porque es alargar la agonía, someter al corazón a un estado de inquietud constante, avivar esperanzas imposibles. Y el momento de anteponer el deber al querer, los minutos de decir el adiós definitivo se hacen insufribles. Pasará una semana y te darás cuenta realmente de que esa persona no está ahí, todo te recuerda a que ya no forma parte de tu vida, que está a kilómetros de ti. Hasta entonces no sabes realmente lo que es sufrir una pérdida voluntaria. Es querer y no poder, obligarse a uno mismo a mirar hacia adelante. Una sola mirada al pasado puede implicar una recaída de la que ya no estamos preparados.

La única solución es pensar que hay que vivir el presente, el aquí y el ahora. Guardarte en el pasado y acomodarte en un rinconcito donde ya no duela. Y solo así, con el paso del tiempo, te das cuenta de que realmente hay más vida alrededor. Que “no todo se acaba aunque tú acabes”. Poco a poco aprenderás a enfrentarte solo a tus miedos. Y te harás aún más fuerte. Y, aunque nos echemos de menos, sea cuando sea, debemos cumplir lo que nos prometimos, porque solo así conseguiremos salvarnos. Únicamente así podremos ser felices.

Ya sabes de sobra todo lo que queda por decir, lo que nunca nos atrevimos a decir y lo que siempre se ha dicho. Toda esta inmensidad condensada en nueve meses. Y cinco años más. Con los mismos y, a la vez, diferentes protagonistas. Vive, disfruta y aprovecha tu vida. Yo, a cambio, te prometo buscar el lado positivo de las cosas, sobreponerme a todas las situaciones y seguir siendo siempre como soy. Con sonrisa incluida. Es una promesa. Y nuestras promesas son, como sabes, sagradas.


miércoles, 19 de septiembre de 2012

A veces niña, a veces mujer.


Miras atrás. De estas veces que te descuidas y te quedas más tiempo del recomendable mirando fotos. Recordando miradas, sabores, olores olvidados. Tardes arrinconadas en cajas de cartón. Cuerpos sobre la hierba, sin nada qué hacer, nada por lo que preocuparse. Tranquilidad y calma. Aroma a jazmín, hojas cayendo sobre la cara. Amores platónicos que colgaban de las paredes, acordes de guitarras desterrados. Risas ahogadas debajo del pupitre, peluches que saltan al escenario. Dulces amargos, caricias soñadas.

 El tiempo pasaba despacio. La vida rápido.

Hace exactamente seis años. Con el pelo más corto, unas cuantas curvas menos y más pecas. Alguna que otra ilusión más, experiencia por adquirir, con el corazón ya remendado. Quería echar a volar de allí. Y volé. Lejos. A 300 Km exactamente.

Ahora, con el pelo infinitamente más largo, el cuerpo bien formado, pecas vergonzosas, más resistente y con unas cuantas decepciones a cuestas. La cara más alargada, la sonrisa aún más grande si cabe. La misma mala leche, destellos en el corazón, paisaje de encina en mis ojos. Mimosa incontrolable, olvidadiza crónica.

En definitiva: a veces niña, a veces mujer.