Miró su costado, a contraluz. La respiración movía su cuerpo rítmica y lentamente. Y entonces le dio vértigo
tocarlo. Como quien teme romper algo tan precioso como frágil.
Y así, tumbada, se dedicó a
observarle. A dejar pasar los minutos que volvían a tener fecha de caducidad.
Cada uno que pasaba, se le clavaba aún más en la clavícula.
Bendito tiempo aquel en que tan
solo tenía que desear un beso suyo para que su boca estuviera a milímetros de
la suya. Atrás quedaron aquellos paseos de madrugada cuando él volvía de
trabajar. Las siestas fugadas y las visitas al trabajo.
Pero era tan vívido el recuerdo,
que aún podía saborear la crema del café que él le preparaba las tardes de
invierno. Visualizaba con nitidez las formas que el humo de su cigarro hacía una
noche cualquiera de copas. Todavía recordaba a la perfección el vaho de sus
bocas en lo alto de una montaña. Los gritos ahogados y el tacto de su piel bajo
el agua.
Por acordarse, hasta tenía
memorizadas las escaleras de aquel tercero sin ascensor. Y los nuevos silencios
de las doce. Estaba tan adscrita su presencia a esas calles, que volver a
pisarlas sin él allí era como leer sin entender nada.
Un escalofrío le devolvió al
paisaje de su espalda.
Volvía a dolerle el reloj.
Seguía ahí. Pero dentro de unas
horas ya no. De nuevo.