Anochece al otro lado de mi ventana. Y
mi mirada se pierde en la nada. A través del cristal se esconde todo aquello
que una vez tuve. Mi ciudad, sus calles y sus colores. Pero ya no respiramos el
mismo aire. Contuve la respiración durante demasiado tiempo y ahora espiro tan
solo aquello que no llegamos a consumir.
Siento la nostalgia del pasado. Esa melancolía
que me paraliza para, segundos después, escapar por mis ojos. En forma de
lluvia. Gotas que corren por las mejillas, brillando a contraluz. De esa
lámpara que recuerda tanto. En forma de imágenes de medianoche. Y que ahora
está apagada.
Y me doy cuenta de que el frío todo
lo complica. Quizá sean mis pies helados en la cama, darme la vuelta y no
encontrar aquellos brazos que me protegían la noche. Esas pupilas clavadas en
las mías. Un beso en la cabeza y su respiración en mi nuca. Ardíamos por dentro
y nos quemábamos los labios, a pesar de que fuera se congelara el mundo.
Hoy la que se congela soy yo. Y me
pregunto en qué momento todo cambió. Cuál fue el punto exacto en el que mi cama
dejó de llamarte, aunque siga extrañándote los domingos. Mi cuerpo se tambalea
y me agarro a quien me sujete firmemente. Pero mi nuca aún no se acostumbra a
la falta de tus labios. Ese perfume sigue encerrado en una caja de cartón y los
restos de algo que una vez sucedió están repartidos por la habitación.
Quizá no sea bueno mirar al cielo las
noches de luna llena.
Como dos desconocidos que no saben cómo tratarse. Como si cuatro años hubieran desaparecido de repente. Y solo quedaran los restos de lo que un día fuimos.
Me paro a pensar y no encuentro el punto exacto en que nos descarrilamos. Quizá es que en la vida real no existen puntos de inflexión definidos. Todo ocurre deprisa y sin avisar. Nos pilla desprevenidos e indefensos.
Cierro los ojos y la duda me invade por un segundo. Parece que fue ayer cuando me di la vuelta y le sonreí por primera vez. Luego abro los ojos y siento que ha pasado una eternidad. Agridulce contradicción.
Y soy sincera. Nos echo de menos. Cuando éramos felices. Cuando él me completaba. Cuando un simple beso era suficiente. O una media noche a duermevela con ese olor que ya se está evaporando.
Ahora nada es suficiente. Ni su espalda ni mi sonrisa. Y solo quedan las cenizas de lo que antes era fuego. Dispuestas a que alguien las recoja y les dé un sitio. Pero aún es demasiado doloroso. Y yo ya no soy tan fuerte como antes.
Me llevó un tiempo darme cuenta de aquella mentira. Esa de que tenemos
nuestra otra mitad en algún lugar del mundo.
Por fin aprendí que no necesitamos
a nadie para estar completos. Ya tenemos dos piernas, dos brazos y un corazón
con las dos mitades para nosotros solos. Que no es bueno depender de una única
persona en los tiempos que corren.
Una ciudad diferente, experiencias dolorosas y un corazón sin respuestas.
Cuando ser fuerte no es una opción, sino una necesidad. Cuando no queda otra
que sostenerte a ti misma. Y aguantar la mirada. Y las ganas de llorar. Es
entonces el momento de abrir los ojos y mirar hacia adelante. Puedes caminar
sola. No se necesitan hilos de títeres que nos dirijan el camino.
Y me acuerdo de aquella teoría con olor a cloro y a hierba mojada. Otro
tipo de complementariedad. Es más bonito encontrar a una persona a la que ceder
esa mitad que muchos dicen que nos falta. Y que tú recibas su otra mitad. Que
la vida ya es demasiado complicada y el camino largo, como para preocuparse por
una parte de nosotros que ya tenemos. Desde que aprendimos a tomar decisiones,
a elegir nuestro camino.
Siempre hay una persona que te marca para siempre. Esa que te araña el corazón y se
lleva una parte de ti. Aquella que daría todo, con los ojos cerrados y
el alma en la mano. Daría la vuelta al mundo con solo oír tu voz. Su recuerdo
permanecerá siempre en un hueco de tu memoria y jamás lo desplazará nadie.
Porque nadie te querrá tanto como él.
Ya ha pasado
algo más de un mes. Un tiempo de silencio y reflexión, en el que era imposible
canalizar las emociones en unas cuantas líneas. No cabían ni en mi cuerpo. Me
invadían la mente y todos los sentidos. Y es entonces cuando te sientes inútil
y perdida. Todo tu mundo se derrumba en un instante, aquel que construiste
durante tanto tiempo y con mucho empeño. Todo estaba meticulosamente pensado.
Planeado. Y llega el momento. Y te caes al abismo. Así lo ves todo, negro.
Las personas
que realmente te quieren te tenderán la mano y te ayudarán a salir de ahí. Otras
se darán la vuelta y desaparecerán de allí. De tu vida. Es el momento perfecto
para darte cuenta de quién estará de ahí en adelante compartiendo tu día a día.
No solo tus alegrías, sino también tus miedos e inseguridades. Algunas llevan
contigo desde que abriste los ojos. Otras aparecieron hace no mucho y ya han
demostrado que han venido para quedarse.
Y es aquí cuando descubres que las palabras no
valen para nada. Que únicamente cuentan las acciones, la llamada inesperada, la
mano que te seca las lágrimas, el chupito compartido o el simple mensaje. De
esto aprendes que siempre puede haber una mayor decepción, un dolor más intenso
o una despreocupación más cruel. Pero también hay corazones que te apoyan, ojos
que te entienden y abrazos que te ofrecen un poco de protección. Y aunque estás
sola en esto, puedes contar con aquellos pocos hombros que se han quedado. A tu
lado. Eso vale más que mil palabras y compensa las promesas frustradas.
Si he vuelto a
ser capaz de poner el dedo en la herida y escribir, es porque necesitaba
intentar plasmar lo que una vez esa persona hizo por mí. Me amó con todas sus
fuerzas. Y aún lo sigue haciendo. Me protegía, valoraba y respetaba. Me hacía
la vida un poco más sencilla. Me levantaba cuando me tiraban al suelo y me
secaba las lágrimas con el dorso de la mano. Siempre tenía una palabra amable
para mí. Sus ojos rebosaban amor y esperanza. Quizá también miedo. Miedo de
perderme. Me aceptaba tal y como soy. Aguantaba mis manías y mi carácter. Solía cuidar cada detalle y robarme besos de media tarde. Las noches
eran menos frías con él a mi lado. Siempre supo entenderme y tranquilizarme,
con un abrazo a tiempo. Su prioridad era mi sonrisa. Y quizá es esto lo que me
ha llevado a sacar un poco de lo que llevo guardando estos días de ausencia. Una
canción en una página apenas conocida. Y una nota: “sonríe, nunca dejes de
hacerlo”.
Y yo sonrío. Por ti. Por mí.
Por lo que un día llegamos a ser. Porque
fuimos especiales.