Ella sostenía el té caliente
entre sus manos mientras miraba por la ventana. Fuera, la primavera se había
detenido para que el viento y la niebla le adelantaran. Era un domingo de esos
que el alma decide abandonarte por un rato y se instala a mirar la vida. Sopló
para quitarse un mechón de la cara. Y recordó. Recordó cada grito y cada risa
en esa calle. Cuántas veces se había girado en la esquina para retener aquel
momento.
Ella ya no creía en amores de
temporada y palabras hechas promesa. Pero seguía guardando la imagen de
suspiros en el aire y siluetas a contraluz. Hace no mucho tiempo se había
prometido a sí misma no volver a perderse. No al menos por una causa con nombre
y apellido (s). Le gustaba saber que a pesar de todo había conseguido salir de
aquella tristeza continua. Ahora tenía paz.
Mientras miraba por la ventana,
también recordó aquella ilusión que unos meses antes paseaba por esa calle. Y
la alegría al pasearla dada de su mano por primera vez. Entonces comprendió por
qué tanto llanto antes de escuchar por primera vez su voz. Tenía que haber
salido todo mal antes para que ahora todo estuviera bien.
Se le vino a la mente aquella
parte de la canción de Funambulista: “Noviembre siempre triste y tú viniste
proponiendo guerra”. No podía tener más razón. Entre noches de abrigo y tardes
de café caliente, marcas de dientes y algún que otro arañazo, pasó el invierno.
Y su melancolía.
Y volvió a creer.
Ahora ya no duda.
Y la certeza se sienta a su lado,
muy cerca. Para mirar la vida con ella.