Hay noches de soledad. Como esta.
Noches en las que todo se
derrumba, te atrapa. Noches en las que intentas encontrarte a ti mismo. Pero lo
peor es que no sabes en qué momento te perdiste. El silencio se alía con la
lluvia. Y lo complica todo. Echa por tierra cualquier hallazgo, por minúsculo e
insignificante que sea.
Las lágrimas se atascan en una
esquina de los ojos. El nudo del estómago ya ha pasado a la garganta. Terrible
dilema. Ha sido la mirada, empañándose, la que ha dado esta vez una tregua al
corazón.
Maldita manía de expulsar la pena
a través del agua salada.
La respiración por fin consigue
relajarse y volver a un ritmo normal. El puño deja de hacer daño a la sábana.
Se secan las pestañas.
Otro mar sin respuestas. Otro
intento de preguntas equivocadas. O momentos equivocados. Estúpidas líneas de
tiempo, que desordenan todo y alejan abrazos. Inútiles distancias, que intentan
marchitar lo que acaba de florecer.
Porque, aunque seamos fuertes y resistamos,
existen noches como esta para hacernos un poco débiles.