Hace 6 años
ella subía por las escaleras del colegio. Con sus rizos perfectos y sus finas
manos. Apenas la veía cinco minutos al día y reconozco que no me caía nada
bien. Con esos aires de chica presumida y rompecorazones. Pero faltó poco
tiempo para darme cuenta de que estaba equivocada. Aún no era consciente de lo
importante que iba a ser en mi vida.
Un campamento e
inquietudes en común. El verano acabó y las cartas en hojas de cuadros
llegaron. El año pasó entre apuntes y tardes de café. El odiado septiembre se
presentó sin darnos cuenta. Ella empezaba la universidad. Lejos. Muy lejos. Y
yo aún debía terminar mi último año de bachillerato. La distancia haría
estragos. Eso pensaba yo.
Pero, con el
tiempo, te das cuenta de que los kilómetros no separan si ambas personas no lo
permiten. Al contrario. A pesar de que habíamos dejado nuestra ciudad y cada
una hizo su vida lejos de la otra. Ahí estaba ella, en cada momento decisivo en
mi vida. Y yo en la suya. El tiempo moldeó nuestro futuro entonces, ahora
convertido en pasado. Pero fuimos nosotras quienes tomamos el mando y decidimos
nuestro presente.
Estoy hablando
de la chica de los ojos de gata. De la que bebe agua de valencia a pesar de los
daños colaterales. Aquella que vuelve loco a cualquiera que se proponga. Que
con unas cuantas copas le entra la risa contagiosa y no puede dejar de bailar. La
que me agarra de la mano y da la cara por mí. Capaz de entender hasta el más
raro de mis sentimientos. Siempre tiene la frase adecuada. Feliz con una
hamburguesa a las 5 de la mañana y con los privilegiados que le arañan la cama.
Porque con ella
la vida es menos complicada. Subidas a un par de tacones, rompemos la calle y
vaciamos chupitos de tequila. Labios rojos y secretos compartidos. La ciudad se
nos queda pequeña. Dos batidos y un billar. Un Madrid a medias. Destinos
cruzados.
Y un largo futuro juntas. Y, ya se sabe. Si son hermanos, mejor.