Sea como sea, he bajado esas
escaleras más veces de las que he pronunciado la palabra felicidad. Aunque esta
calle lleve implícito ese sentimiento. En cada peldaño dejé una parte de mi
vida, como si tuviera la necesidad de dejar constancia de mi existencia en
forma de pisadas de un 36.
Salté de alegría cada tramo
cuando traía las notas a casa y andaba a regañadientes cuando tenía que volver
a la hora un viernes por la tarde. Sé que también las he bajado corriendo bajo
la lluvia, huyendo del dolor de un desamor adolescente. Las he paseado agarrada
a una mano durante más tiempo del que imaginaba en un primer momento y menos
del que una vez pensé. Me han visto chillar de rabia y reír a carcajadas al
lado de una niña rubia. Las he odiado cuando llevaba tres kilos de libros a la
espalda. Y las he disfrutado muy lentamente mientras escuchaba mi canción
favorita.
Veintiséis peldaños a lo largo de
veintitrés años. Como una pasarela, ha sido testigo del nacimiento de mis
curvas y de mi iniciación a los tacones. Ha sido mi gimnasio pasivo e involuntario.
Y mi sitio de reflexión. El descenso de cada beso de despedida. El tramo donde
se han quedado guardados mis deseos. Con barrotes o sin ellos. Y con esas
pintadas en las paredes. Sin gente o con cientos de pisadas al día.
La subida de mi vida. La bajada
de mi desaliento.