sábado, 15 de febrero de 2014

En el momento exacto de mi precipicio.

Llegaste en el momento exacto de mi precipicio. Sentada al borde de mi retórica emocional, pensaba que no había nada más debajo de mis pies que una vida llena de conformismo. Dejé huellas de barro en un camino que se llenó de malas hierbas en cuestión de unos pocos meses. Lo había dejado todo perdido, a su paso, ese huracán al que muchos llaman amor. Nada estaba en su sitio. Y mi corazón ya se estaba dilatando; se me agotaban mis maneras de querer. El género masculino se reducía a unos simples ojos que miraban a donde no debían. Para mí, ya no había medios, porque siempre justificaban los mismos fines.

Pero entonces, algo se encendió en una mirada y dos frases. Y creció a 300 km de distancia. Encontré una sonrisa complementaria y muchas ganas de sentir. Volví a disfrutar de una noche de velas y olor a tabaco. La diástole cogió ritmo a la sístole. Y montamos todo un concierto de armónicos en una cama de 90 en la que sobraba la mitad. Tu mirada y tus silencios eran más que suficientes cuando había algo importante que decir. Un amor sincero y bonito, expresado con lágrimas contenidas, cuando tus manos hacían sonar lo que decía tu corazón.

Mi nuca ya se hizo a tus suspiros y mi barriga a tus risas. No entiendo mi ciudad sin tu acento del norte, sin un café a media tarde. Que ahora miro la cerveza con posible espuma y los gin tonics con canela. Sigo dejando la cuchara dentro de la taza, pero me acuerdo de ti cuando doy el primer sorbo. Que los coches blancos ya me parecen menos feos desde que los conduces tú. Que ya no me queda ni un resquicio de duda cuando me sonríes con esa manera tan tuya de hacerme vibrar.


 Y que, sobre todo, he descubierto que mi felicidad no acabó hace dos noviembres, sino que volvió a empezar un día 30.