A veces hacen falta noches así
para encontrar las pequeñas piezas de tu rompecabezas.
Sé que no sé nada de la vida. Soy
pequeña e insignificante para el gran mundo. Pero también sé que soy grande para
algunas personas e importante para mi pequeño mundo. Con el tiempo mis
aspiraciones descienden de altura y encuentran una meta, aunque no siempre
sepan el camino a seguir. Y entonces dejo que sean mis pies los que me guíen,
permitiendo a mi cabeza estar en la retaguardia.
Ya no expongo el corazón ante
cualquier situación sin dejar que el sentimiento pase los filtros adecuados. Me
he dado cuenta de que es absurdo intentar borrar personas de tu vida. Cada una
de ellas llegaron en un momento determinado para enseñarte algo en concreto,
aunque no siempre sea bueno y no lo entendamos hasta que el tiempo ha hecho su
trabajo. Y quizá por eso se merezca que les dejemos formar parte de nuestros
recuerdos, guardarles su sitio, archivarlos a una etapa. Y hacer colección de
recuerdos bonitos y de lecciones aprendidas.
Los años me han enseñado que una
sonrisa puede ser el arma más letal. Y una mirada, el inicio de una batalla
perdida. Que hay te quieros que hacen funcionar la vida, y portazos que nos
rompen un poquito más. Sé que llorar es el mejor desagüe del alma y que, de no
hacerlo, nos ahogamos en nuestras propias penas. También creo en un destino,
que juega con los encuentros inesperados y los convierte en manos entrelazadas.
Creo en la magia de una noche cualquiera y en la piel erizada. Creo en las
primeras veces.
Tengo fe en las buenas personas,
en los asientos cedidos y en la palabra “gracias”. En las conversaciones
interesantes y en las personalidades que vibran. Creo firmemente que un beso
cose heridas. Y que hay caricias que maquillan cicatrices. Aún tengo la esperanza de
una vida mejor, aunque solo sea en la mente de los ciudadanos. Quiero ser capaz
de enfrentarme a la soledad estando acompañada. Ganar mi batalla interna. Y no solo desde fuera.