domingo, 30 de marzo de 2014

Adiós...

Creo que nunca sentí tal necesidad de escribir como ahora. Aunque no me haya atrevido hasta este momento. Han sido dos días duros, muy duros. Y el dolor ha sido tan inmenso que no puedo describirlo con palabras. Intentaré, sin embargo, dejar que sean mis manos unas simples intermediarias de lo que llevo dentro.

Quiero dirigirme a cuatro personas.

La primera ya está lejos de aquí, aunque nunca se irá del todo. Siempre ha demostrado que una sonrisa lo puede todo, que la vida es más bonita si va acompañada de un chiste, de una risa. Me gustaba ver cómo disfrutaba de sus hijos. Y cómo me decía “sobrina”, cada vez que me saludaba. Siempre con una mirada cómplice, con esa juventud que alegraba los días. Jamás imaginé que lo último que podría decirle era que ya le daría un abrazo cuando lo viera. Y me mata saber que nunca se lo pude dar. Un último adiós en un suspiro no me llega para darle las gracias por haber formado parte de mi infancia y mis comienzos en la fase adulta. Por su amor y su cariño. Por llenar en silencio el gran hueco que ahora ha dejado.

La segunda es una mujer fuerte, muy fuerte. La vida no se ha portado bien con ella, aunque sí le ha dado a un buen marido y dos niños maravillosos. Y una familia que jamás va a dejarla sola. Creo que nadie puede llegar a entender el dolor que se siente cuando pierdes a la persona que amas, al padre de tus hijos, al compañero que elegiste para vivir la única vida que tenemos. Ayer me di cuenta de que es mi ejemplo a seguir en la vida. Quiero ser capaz algún día de agarrar la realidad en la manera en que lo hizo ayer ella. Mi segunda madre, la culpable de mis manías extrañas. Que ni ella es consciente de cuantísimo la quiero y lo importante que es en mi vida.

La tercera es un hombrecito que estos dos días ha aguantado como un verdadero adulto. Con la cabeza bien alta y la entereza de un campeón. Aunque por dentro estuviera destrozado. Sin quererlo, se ha convertido en el hombre de la casa, en la esperanza de su nombre. Siempre responsable, con la constancia de quien seguro acabará teniendo éxito en lo que se proponga. Aún me duelen más las pocas lágrimas que ayer se permitió soltar que las mías propias.

El cuarto y último es tan solo un niño, que ayer dejó un poquito de serlo. Quizá lo peor de todo esto ha sido ver la ignorancia de su inocencia. Ajeno a lo que pasaba, con su carita de niño travieso. Será que él guarda el cariño que demostraba su padre y la capacidad de ver el mundo a través de una broma. La vida le ha arrebatado parte de su niñez. Tan solo le ha dejado disfrutar del amor de un padre ocho escasos años.

Creo que ayer todos aprendimos que la línea entre la vida y la muerte es más delgada de lo que pensamos. Que nos la pueden arrebatar en menos de lo que dura un pestañeo. Que la vida no es justa, que era demasiado joven. Pero también que vivir es un regalo, que hay que aprovechar cada segundo de nuestra existencia. Que la multitud de gente que se reunió para despedirle fue asombrosa. La mejor y única manera de demostrar lo buena persona que siempre fue, lo buen amigo y familiar que se pueda ser.

A medida que voy asimilando, mi dolor se va transformando. Como un intruso, se ha colado dentro de mí y me hace daño cada vez que se mueve intentando encontrar su hueco. Pero la imagen que quiero quedarme de él es contrario al dolor. Necesito recordarle con una gran sonrisa en la cara y el mejor de sus abrazos. Que él puede haberse ido, pero su cariño siempre seguirá dentro de mí. Y quizá marcado en mi piel.

Adiós tito. Te quise, te quiero y te querré siempre. 

miércoles, 26 de marzo de 2014

Consciente.

Empiezo a ser consciente de todo aquello que hasta ahora me negaba a ver. Hace unos pocos meses me dedicaba a dibujar imposibles. Ahora creo en la madurez repentina de una noche crítica, acepto cierta falsedad necesaria aunque no la tolere, me fío antes de una mirada que de una sonrisa. He aprendido que no siempre los abrazos abrazan, ni las palabras tranquilizan. Que el tiempo pone las cosas en su lugar, pero hay algunas que jamás acaban donde deberían. Que inevitablemente crecemos, aunque nos dejemos la piel en ese intento y nunca logremos ser adultos del todo.

La última lágrima que he derramado me ha hecho darme cuenta de que ojalá todas las veces que lloramos fueran de alegría. Que siempre va a quedar algo de nostalgia en el último rincón de nuestro corazón. Que el “siempre” y el “nunca” a menudo se utilizan al revés. Y que los años pueden cambiar nuestras maneras de ver el mundo, pero nunca nuestra esencia.

Después de tantas noches sin dormir y tazas de café amontonadas, el miedo se ha quedado a vivir en mi armario. Y de vez en cuando, le da por salir a hacerme compañía. Me pregunto qué fue de mi sonrisa permanente, de mi fuerza innata. Adónde fueron a parar aquellas promesas que me hice a mí misma, adónde la ilusión continua por sentir.

Soy consciente de los años pasados, de las nuevas marcas impresas en la piel y en el alma. Me descubro a mí misma tirando de la otra parte que se negaba a continuar. Mi cuerpo ha adoptado más de una nueva curva y mi sonrisa está ya a prueba de incendios. He amado, me he equivocado y he vuelto a amar. Me he dado cuenta de que hay bebidas que alivian ciertos dolores del alma, y canciones que expresan lo que jamás nadie pudo decir. Que siempre queda un refugio al final del túnel, una mano a la que agarrarte y una soledad que disfrutar.

Que irremediablemente la vida no va a parar y que debemos ser nosotros los que nos sincronicemos con ella.

Y con nosotros mismos. 

miércoles, 12 de marzo de 2014

Vidas.

Al día me cruzo con una media de veinte personas. Mis ojos se fijan en decenas de pupilas a lo largo de un trayecto de metro. Sostengo la mirada a cinco personas al menos desde que me monto en el cercanías. Cientos de sonrisas se cruzan conmigo en un solo mes. Por la calle, en el supermercado, en la cafetería. Gente que entra en mi vida unos segundos, para luego desaparecer. A la gran mayoría no vuelvo a verlos nunca más. A otros los veo cada día en mi rutina cotidiana. Pero se quedan en eso, en personas que no traspasan la línea de mi vida.

Unos pocos, sin embargo, han conseguido llegar un poquito más lejos. Alguno que otro ha llegado a despertar mi atención, aunque sea durante apenas unos minutos. Me he sorprendido con un bonito hoyuelo imprevisto o con unas palabras inesperadas. He disfrutado de una buena compañía en una noche de cervezas. He brindado con alguna que otra oportunidad rechazada. Y he esquivado promesas de papel.

Cientos de personas. Decenas de posibles.

Pero yo me fijé en ti. En tu sonrisa y en tu determinación. En la manera en que te girabas para escuchar uno de mis monosílabos. Recuerdo a la perfección aquella cara de golfo con uniforme. No pude evitar que mis ojos no pararan de mirarte de reojo. Y esperar disimuladamente a que me dijeras algo. No quería saber de ti, pero me fue imposible no nombrarte. Tampoco pude evitar enamorarme de tu voz. De tus maneras de sujetar el cigarro, de tus ojos llorosos, de tus silencios cargados de sentido.

Será que el primer suspiro del aire de Madrid me hace echarte de menos. O que ya me acostumbré a dormir con tus brazos como almohada. Puede ser que tenga demasiado grabada la imagen de los mil lunares de tu espalda agarrándome por el pasillo. O el eco de las palabras dichas en el momento preciso. Quizá sea que siempre vea tu hueco a mi lado antes de dormir, o la espuma que le falta a cada café que me tomo. Es posible que eche de menos el sol en tu cara una mañana de domingo, o tus besos en la comisura de un saludo ficticio. Puede que simplemente te eche de menos y punto.

Siguen pasando vidas por la mía. Algunas la rozan. Otras las sorteo.

Pero ninguna se queda.


Porque ninguna de ellas eres tú. 

sábado, 1 de marzo de 2014

Ellas.

Ya son cuatro años. Y vamos camino del quinto.

Son de esas pocas personas que, sin darte cuenta, se convierten en imprescindibles en tu vida. Y, entonces, sabes que da igual que se caiga el mundo, que ellas seguirán agarrándote de la mano. O se quedarán contigo en el sótano, por muy oscuro que sea.

Ellas son mi casa cuando estoy lejos de la mía. Son mi refugio, mis risas complementarias, las manos que secan mis lágrimas, los abrazos que recomponen mis pedazos. Ellas son las que matarían monstruos por ti, las que se quedan las últimas en las causas perdidas, aquellas que se apuntan a un bombardeo con olor a tres. Son mis razones para sonreír al destino, porque me dio las mejores amigas que se puedan tener.

Y da igual si llueve o el mundo se desmorona ahí fuera, que nosotras ya tenemos una botella de Bombay y un cuchillo para abrir la tónica. Que siempre conseguimos llegar a tiempo, burlándonos de cualquier bicho después de haber sido aplastado. Que no nos hace falta irnos al fin del mundo, que ya tenemos Salamanca a unas cuantas caladas y un ticket de parking.

En pijama. O con tacones. Con un panda destripado. O con un oso que huele a fresa. Cuando sus sonrisas iluminan la Gran Vía. O cuando nos comemos las penas en forma de tarta de dulce de leche. Cuando estallamos de risa con una cara de loco mal postureada. Cuando nos sujetamos el alma una noche de borrachera, o el café del descanso entre clases.

Vine hace unos años, aún no sé si para quedarme. Pero lo que sí tengo claro es que no me iré muy lejos nunca. 







Porque una parte de mí ya la tienen ellas.