Llegaste en el momento exacto de mi precipicio. Sentada al
borde de mi retórica emocional, pensaba que no había nada más debajo de mis
pies que una vida llena de conformismo. Dejé huellas de barro en un camino que
se llenó de malas hierbas en cuestión de unos pocos meses. Lo había dejado todo
perdido, a su paso, ese huracán al que muchos llaman amor. Nada estaba en su
sitio. Y mi corazón ya se estaba dilatando; se me agotaban mis maneras de
querer. El género masculino se reducía a unos simples ojos que miraban a donde
no debían. Para mí, ya no había medios, porque siempre justificaban los mismos
fines.
Pero entonces, algo se encendió en una mirada y dos frases. Y
creció a 300 km de distancia. Encontré una sonrisa complementaria y muchas
ganas de sentir. Volví a disfrutar de una noche de velas y olor a tabaco. La
diástole cogió ritmo a la sístole. Y montamos todo un concierto de armónicos en
una cama de 90 en la que sobraba la mitad. Tu mirada y tus silencios eran más
que suficientes cuando había algo importante que decir. Un amor sincero y
bonito, expresado con lágrimas contenidas, cuando tus manos hacían sonar lo que
decía tu corazón.
Mi nuca ya se hizo a tus suspiros y mi barriga a tus risas. No
entiendo mi ciudad sin tu acento del norte, sin un café a media tarde. Que
ahora miro la cerveza con posible espuma y los gin tonics con canela. Sigo
dejando la cuchara dentro de la taza, pero me acuerdo de ti cuando doy el
primer sorbo. Que los coches blancos ya me parecen menos feos desde que los
conduces tú. Que ya no me queda ni un resquicio de duda cuando me sonríes con
esa manera tan tuya de hacerme vibrar.
Y que, sobre todo, he
descubierto que mi felicidad no acabó hace dos noviembres, sino que volvió a
empezar un día 30.
No hay comentarios:
Publicar un comentario