Vivimos demasiado rápido. Corremos
hacia todos lados, aún sin saber hacia donde vamos. Recorremos las calles
mirando al suelo o a la pantalla del móvil. Comemos y bebemos deprisa. Dormimos
poco. Hacemos planes perfectamente estructurados. No dejamos de teclear.
Olvidamos el encanto de una sonrisa
desconocida a la vuelta de la esquina, el olor del café o el aire de la mañana
en la cara. No dedicamos tiempo para desperezarnos con calma, o posar la mirada
en los ojos del que se acaba de cruzar. No nos damos cuenta de que justo en el
momento en que atiendes al whatsapp, está sonando tu canción favorita en la
radio. Ya no escuchamos la lluvia golpear en el alféizar de la ventana mientras
permaneces tumbado en la cama. No saboreamos los besos, ni disfrutamos del placer de un buen abrazo. No diferenciamos los matices de las caricias.
No dejamos lugar a la improvisación de una
tarde de domingo. Hace tiempo que no escribimos nada personal a mano, ni siquiera
sabemos la letra de quien está a nuestro lado. Ya no memorizamos ni el número
de teléfono de esa persona tan importante. Ni registramos el timbre de su voz.
Olvidamos el significado de la palabra disfrutar si no viene acompañada de una
copa.
Vivimos en diferido.
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