sábado, 1 de marzo de 2014

Ellas.

Ya son cuatro años. Y vamos camino del quinto.

Son de esas pocas personas que, sin darte cuenta, se convierten en imprescindibles en tu vida. Y, entonces, sabes que da igual que se caiga el mundo, que ellas seguirán agarrándote de la mano. O se quedarán contigo en el sótano, por muy oscuro que sea.

Ellas son mi casa cuando estoy lejos de la mía. Son mi refugio, mis risas complementarias, las manos que secan mis lágrimas, los abrazos que recomponen mis pedazos. Ellas son las que matarían monstruos por ti, las que se quedan las últimas en las causas perdidas, aquellas que se apuntan a un bombardeo con olor a tres. Son mis razones para sonreír al destino, porque me dio las mejores amigas que se puedan tener.

Y da igual si llueve o el mundo se desmorona ahí fuera, que nosotras ya tenemos una botella de Bombay y un cuchillo para abrir la tónica. Que siempre conseguimos llegar a tiempo, burlándonos de cualquier bicho después de haber sido aplastado. Que no nos hace falta irnos al fin del mundo, que ya tenemos Salamanca a unas cuantas caladas y un ticket de parking.

En pijama. O con tacones. Con un panda destripado. O con un oso que huele a fresa. Cuando sus sonrisas iluminan la Gran Vía. O cuando nos comemos las penas en forma de tarta de dulce de leche. Cuando estallamos de risa con una cara de loco mal postureada. Cuando nos sujetamos el alma una noche de borrachera, o el café del descanso entre clases.

Vine hace unos años, aún no sé si para quedarme. Pero lo que sí tengo claro es que no me iré muy lejos nunca. 







Porque una parte de mí ya la tienen ellas. 


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