Ya son cuatro años. Y vamos camino
del quinto.
Son de esas pocas personas que, sin
darte cuenta, se convierten en imprescindibles en tu vida. Y, entonces, sabes
que da igual que se caiga el mundo, que ellas seguirán agarrándote de la mano.
O se quedarán contigo en el sótano, por muy oscuro que sea.
Ellas son mi casa cuando estoy lejos
de la mía. Son mi refugio, mis risas complementarias, las manos que secan mis
lágrimas, los abrazos que recomponen mis pedazos. Ellas son las que matarían
monstruos por ti, las que se quedan las últimas en las causas perdidas,
aquellas que se apuntan a un bombardeo con olor a tres. Son mis razones para
sonreír al destino, porque me dio las mejores amigas que se puedan tener.
Y da igual si llueve o el mundo se
desmorona ahí fuera, que nosotras ya tenemos una botella de Bombay y un
cuchillo para abrir la tónica. Que siempre conseguimos llegar a tiempo,
burlándonos de cualquier bicho después de haber sido aplastado. Que no nos hace
falta irnos al fin del mundo, que ya tenemos Salamanca a unas cuantas caladas y
un ticket de parking.
En pijama. O con tacones. Con un
panda destripado. O con un oso que huele a fresa. Cuando sus sonrisas iluminan
la Gran Vía. O cuando nos comemos las penas en forma de tarta de dulce de
leche. Cuando estallamos de risa con una cara de loco mal postureada. Cuando nos
sujetamos el alma una noche de borrachera, o el café del descanso entre clases.
Vine hace unos años, aún no sé si para quedarme. Pero lo que sí tengo claro es que no me iré muy lejos nunca.
Porque
una parte de mí ya la tienen ellas.
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