Siempre pensé que los finales de
año sirven para hacer balance de un trocito de tu vida, recordarla y
archivarla. Para almacenar aquello que dolió y darle un bonito sitio a lo que
nos marcó. Decir adiós como punto y aparte. Darle la vuelta a la página y comenzar
un nuevo capítulo. Con la esperanza, claro, de que sea mejor.
Mi año 2014 puede resumirse en
una sola palabra: contraste. He sentido el dolor más intenso, pero también he
vuelto a recordar la felicidad más extrema.
Enero comenzó con nuevos
sentimientos, conseguí que mi corazón se recompusiera del todo de las heridas
que había arrastrado los meses anteriores. Me dejaba querer en un tercero sin
ascensor, empezaba a hacer mío el tacto de las yemas de sus dedos. Sus ojos
eran verdad y sus abrazos, casa.
Febrero me presentó a mi
compañera inevitable: la distancia. Pero lo hicimos bien. Crecimos por separado
y prosperamos juntos. Entendí, por primera vez, que el amor hay que cuidarlo. Que
los comienzos siempre son bonitos, pero luego viene lo duro.
Marzo fue el agujero negro del
año. El dolor me atravesaba el pecho izquierdo. Entonces odié los kilómetros
que me separaban del abrazo que nunca pude dar. Y me tuve que conformar con
susurrar un adiós tras un cristal. La vida, para entonces, me parecía muy
injusta. Sufrí por mí y por los que me rodeaban. Me dolían sus miradas tristes,
sus lágrimas retenidas.
Los siguientes meses fueron mitigando
el dolor, aunque tuviera que hacerlo entre cuatro paredes. Rodeada de mil
papeles, respirando varias veces cuando el agobio alcanzaba la garganta. Con
las tazas de té amontonadas a mi alrededor. Pero una vez más, el esfuerzo trajo
su recompensa.
El verano me dio la oportunidad
de obtener cierta experiencia laboral. Pero también me enseñó lo que de ahora
en adelante debo defender. Mientras, la distancia empezaba a hacer mella en mí.
Las noches se volvieron en mi contra, y me recordaban que las caricias seguían
muy lejos. Mi debilidad empató a mi independencia. El paisaje de encina estaba
demasiado lejos de mis ojos. La carretera se hacía demasiado conocida para mí.
Todo fuera por ir a buscar los besos de reserva para las siguientes semanas. Y
así, lo nuestro sobrevivía a base de provisiones.
Septiembre rompió el ciclo
de mi vida en Madrid. Ya no había clases, ni universidad. Ya no veía aquellas
caras de dormidas por la mañana. Y me di cuenta de que nos estábamos haciendo
mayores. Sin darnos cuenta, cinco años habían pasado como cinco minutos.
Octubre pasó con los ojos
cerrados y el ánimo recargado. Habíamos cerrado una etapa, debíamos emprender
la siguiente. Y, la verdad, puse toda mi energía en ello.
Pero noviembre trajo un huracán
de melancolía. Tantos años siendo fuerte me habían agotado. Necesitaba volver
por una temporada a mi tierra. Una decisión difícil pero necesaria.
Así que diciembre puede resumirse
en despedidas y cajas que guardan toda una vida en la capital. Cervezas con las
mejores amigas del mundo, noches improvisadas, cenas en todos los rincones de
Madrid. Billetes de ida y vuelta. Cafés con mucha espuma, noches de estudio.
Épocas de exámenes en las que las ojeras son las protagonistas de nuestras
caras. Y sus consiguientes fiestas. Amores y desamores. Pero siempre con ellas.
Acabo el año con muchas lecciones
aprendidas y personas que se han ganado un nuevo lugar en mi corazón y en mi
vida. Sigo siendo la sonrisa que se ilusiona con la cosa más pequeña, aquella
que siempre acaba sacando las fuerzas de lo más profundo, aunque haya tenido
que volver para recordarlo. Sé que, a pesar de todo, siempre hay nuevos
comienzos después de cada final, por amargo que sea. Que siempre hay luz al
final del túnel, y una mano a la que agarrarte. Y yo, tengo las mejores manos a
mi disposición.
Al nuevo año solo le pido que la
vida me siga dando oportunidades para crecer como persona, mucho amor para
repartir y caminos que recorrer. Brindaré por la eternidad de los sentimientos, por el vello erizado y la magia en los ojos.
Yo ya estoy preparada.
Adiós 2014. Hola 2015.
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