La ciudad
continúa su ritmo. Y ellos, en aquella pequeña habitación se mantienen la
mirada. Ella, demasiado frágil, contiene las lágrimas y aprieta los labios. Él,
con las manos en los bolsillos adopta un gesto neutro, mostrando la mínima
expresión posible. Se miran, pero no se reconocen.
Las manecillas
del reloj de la mesilla suenan cada vez más fuerte y su sonido se hace con el
silencio de aquellos minutos que duran una eternidad. Por un momento pierden la
noción del tiempo y analizan aquello en lo que se fijaron esa lluviosa tarde de
noviembre.
Los ojos de
ella ahora están tristes, nada que ver con la mirada expresiva de aquel día. Y
su sonrisa está oculta bajo esos gruesos labios que se mantienen firmes,
intentando temblar lo menos posible. El magnetismo de él se ha evaporado, quizá
en la boca de otra. Y se quedan ahí, frente a frente, con un abismo de
separación. Tan diferentes, tan incompatibles.
Ella siente un
nudo inmenso en la garganta, no le deja respirar y apenas es capaz de contener
el llanto. Y desvía la mirada. Un escalofrío le recorre el cuerpo y se acuerda
de los consejos que nunca quiso escuchar. De los dos mundos. De la barrera
invisible. Pero también se acuerda de esas manos entrelazadas al borde de la
cama y de las palabras que aún le sonaban extrañas.
Y entonces le
devuelve la mirada. Él sigue inmóvil, en la misma posición y con esa expresión
tan fría impropia de él. ¿Cuándo dejó de ser aquel chico de hace un par de
meses? Esos ojos tan carentes de significado ahora le hacen daño. Como dardos
que se clavan en su pecho. Ya no puede contenerse más y echa a llorar. Se
abraza a sí misma y se deja caer al suelo.
Él se inclina
hacia ella y le levanta la cabeza por la barbilla. Pero ella no quiere su
compasión, no le vale su interés de alquiler. Le aparta la mano con rabia y
aprieta los dientes. Se ha caído. Y no quiere levantarse.
No con él. Ya lo hará sola. Algún día...
No con él. Ya lo hará sola. Algún día...
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