Empiezo a ser consciente de todo aquello que
hasta ahora me negaba a ver. Hace unos pocos meses me dedicaba a dibujar
imposibles. Ahora creo en la madurez repentina de una noche crítica, acepto
cierta falsedad necesaria aunque no la tolere, me fío antes de una mirada que
de una sonrisa. He aprendido que no siempre los abrazos abrazan, ni las
palabras tranquilizan. Que el tiempo pone las cosas en su lugar, pero hay
algunas que jamás acaban donde deberían. Que inevitablemente crecemos, aunque
nos dejemos la piel en ese intento y nunca logremos ser adultos del todo.
La última lágrima que he derramado me ha hecho
darme cuenta de que ojalá todas las veces que lloramos fueran de alegría. Que
siempre va a quedar algo de nostalgia en el último rincón de nuestro corazón.
Que el “siempre” y el “nunca” a menudo se utilizan al revés. Y que los años
pueden cambiar nuestras maneras de ver el mundo, pero nunca nuestra esencia.
Después de tantas noches sin dormir y tazas de
café amontonadas, el miedo se ha quedado a vivir en mi armario. Y de vez en
cuando, le da por salir a hacerme compañía. Me pregunto qué fue de mi sonrisa
permanente, de mi fuerza innata. Adónde fueron a parar aquellas promesas que me
hice a mí misma, adónde la ilusión continua por sentir.
Soy consciente de los años pasados, de las
nuevas marcas impresas en la piel y en el alma. Me descubro a mí misma tirando
de la otra parte que se negaba a continuar. Mi cuerpo ha adoptado más de una
nueva curva y mi sonrisa está ya a prueba de incendios. He amado, me he equivocado y he vuelto a amar. Me he dado
cuenta de que hay bebidas que alivian ciertos dolores del alma, y canciones que
expresan lo que jamás nadie pudo decir. Que siempre queda un refugio al final
del túnel, una mano a la que agarrarte y una soledad que disfrutar.
Que irremediablemente la vida no va a parar y que
debemos ser nosotros los que nos sincronicemos con ella.
Y con nosotros mismos.
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