Me gustaría coger el teléfono para
decirte. Para contarte todo aquello que ahora dudas. Todo lo que llegamos a ser
y nunca nadie podrá alcanzarlo. Algo que nadie entenderá. Por lo que se reirán
de ti, acusándote de engrandecer aquello que nunca experimentarán.
Fuiste mi primer gran amor. Aquel que
solo se tiene una vez en la vida. El que miras con los ojos cerrados y el
corazón en la mano. Con el que no tienes miedo a caer o a subir a lo más alto.
El mundo a nuestro alrededor desaparecía y solo quedábamos los dos. Y tus manos
recorriéndome la espalda. Dejamos de pensar con la cabeza y seguimos nuestros
instintos. Los mismos que han hecho que hoy sigamos por caminos diferentes.
Un simple abrazo tuyo o una caricia
me daban la vida. No me importaba perder el tiempo si era a tu lado. Lo hicimos
todo juntos. El amor también, por supuesto. De la manera más bonita que uno se
pueda imaginar. Cuando deja de ser sexo y se transforma en algo mágico, que
transciende lo físico. Nos acariciábamos el alma y la vergüenza.
A tu lado aprendí a dejarme querer y
a confiar. Olvidé lo que era sentirse sola y me acostumbré a dormir pegada a un
teléfono. Mi sonrisa hablaba por sí misma cuando me despedías con un beso en la
frente y esas dos palabras que sonaban diferente cuando las pronunciabas tú.
Esos labios gruesos que tantas veces me habían callado.
Recuerdo detalles insignificantes que
ahora adquieren sentido. Pero no me acuerdo de cómo volver a amar. Ni siquiera
sé si podré volver a querer a alguien como te quise a ti. Y ahora me encuentro
como un niño pequeño cuando empieza a dar sus primeros pasos. Inestable. Voy
tanteando la vida, evitando pensar que una vez lo tuve todo en la palma de mi
mano, pero se me deslizó entre los dedos. Te soy sincera. Daría lo que fuera
por poder corresponderte. Pero no puedo mentirme a mí misma. Se me agotó el
amor. Quizá esto murió mucho antes de que tú me acusaras de matarlo. Pero no lo
supimos ver. Yo volví la cara. Tú cerraste los ojos. Y te dejé queriendo solo.
Y no hay momento del día que no me culpe de ello.
Recorrer las calles de nuestra ciudad
aún se convierte en limón para mis heridas. No consiguen cicatrizar del todo,
aunque las cure a diario. Cada esquina o cada escalera guardan momentos que
quedaron encerrados en el pasado. Y al pasar reavivan mi memoria. Te mentiría
si negara que sigo con mi vida. Que ya no te veo en cualquier cielo gris, que
ya distingo colores. Pero soy débil cuando llegan los domingos por la tarde y
escucho llover a través de la ventana. Y nos imagino como hace un par de años,
con tu pecho sobre mi espalda, rodeándome y protegiéndome con tu cuerpo. Y
duele. Duele infinito.
Nos separan una línea de teléfono y
unas cuantas paradas de cercanías. Pero siento que estás a una eternidad. Es
darme cuenta de que una de las personas más importantes de mi vida desaparece
de ella. Aunque quizá sea más justo decir que te expulsé yo. Tú intentaste
entrar después de varios intentos, pero yo te negué el paso. Y aun así la débil
soy yo, a la que cada noche le viene la necesidad de abrir el mismo word y
escribir todo lo que mis labios no han permitido pronunciarte. Tú eres capaz de
decirme tu “las que tú tienes morena” tras un gracias mío que contiene mil
anhelos.
Hace tiempo que se me olvidó lo que
era ser feliz de verdad. Otra persona intenta ocupar tu lugar. Y una parte de
mí así lo quiere. Para no tener que cargar con el peso de mi decisión, de no
poder corresponder a quien más me ha querido en este mundo. Porque éramos
infinitos. Y ahora de ese símbolo ya no queda nada. La nostalgia, nada más.
En noches como hoy siento que puedo
escribir las palabras más tristes del mundo...
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